La continuidad de las políticas estatales frente a los pueblos indígenas
Escribe: Silvina Ramírez
Hace unos pocos días se hizo público un fallo de la Cámara Federal de Casación Penal que anula un acuerdo conciliatorio, que había homologado un juez de primera instancia, en un caso altamente conflictivo, como lo es la disputa territorial en la zona del lago Mascardi, en la provincia de Río Negro, de larga data, y que tuvo como hechos recientes relevantes el asesinato de Rafael Nahuel en 2017, y el desalojo en 2022. Este desalojo dejó como consecuencias inmediatas la privación de la libertad de las mujeres de la comunidad Lafken Winkul Mapu durante ocho meses, en el gobierno peronista.
En este estado de cosas, y con semejante nivel de conflictividad, ese mismo gobierno que encarceló a las mujeres y que llevó adelante un desalojo violento, decide iniciar un proceso de diálogo que concluyó con un acuerdo conciliatorio –en lo fundamental, la Administración de Parques Naciones se compromete a retirar la denuncia por usurpación, y el Estado reconoce el sitio sagrado de la comunidad mapuche, y le reconoce asimismo un territorio en donde la machi pueda desplegar sus tareas espirituales y de curación- que tuvo como objetivo pacificar la región, superando las acciones violentas que tuvieron lugar alrededor del conflicto.
Este acuerdo fue impugnado, y así llega a esta instancia, en donde la justicia decide que una acción de la anterior gestión de gobierno debe ser anulada; esto es que una política de Estado debe ser cuestionada, y que los hechos deben volver a su estado anterior. Esto genera algunos interrogantes que vale la pena plantear abiertamente. Por una parte, hasta dónde la administración de justicia –en este caso, la más alta instancia de justicia en materia penal- puede echar por tierra decisiones del Poder Ejecutivo. En este punto, no es una nota menor señalar que el Poder Judicial tiene una tendencia recurrente de alinearse con las autoridades gubernamentales de turno. A partir de esa premisa, la lectura del momento en que surge ese fallo no puede escindirse de la ideología del actual gobierno, y de su rechazo expreso de los derechos de las comunidades indígenas. Otra vez, un fallo judicial que se acerca sugerentemente al pensamiento dominante del oficialismo.
Más allá de estos vaivenes judiciales, lo cierto es que uno podría preguntarse si no sería deseable que en temas medulares para la marcha del país –llámese educación, plan económico, políticas sociales, etc.—el Estado construyera políticas que tengan una continuidad en el tiempo, y que se mantuvieran, cualquiera sea el color político que prevalezca en su momento. En esta particular decisión judicial tenemos, al menos, dos cuestiones para analizar. Por una parte, la justicia que avanza sobre decisiones tomadas por el ejecutivo; por la otra, una política pública que parece ser la misma, a pesar del acuerdo conciliatorio alcanzado. En este punto, es central recordar que el acuerdo es fruto de decisiones gubernamentales que persiguieron a los miembros de la comunidad, y que mantuvieron cautivas a mujeres mapuche (una de ellas parió encerrada, privada de su libertad). Fue de tal magnitud la embestida de las fuerzas de seguridad y de las acciones posteriores, que la por entonces ministra de las mujeres renunció a su cargo, precisamente por negarse a convalidar la violencia estatal.
Trágicamente, el Estado ha mantenido una política racista y discriminatoria, que se evidencia en una línea de continuidad histórica. Con sus matices, con sus claroscuros, los sucesivos gobiernos –más allá de sus raíces ideológicas- han sido refractarios a los derechos indígenas, y no contribuyeron a que las tensiones que siempre generaron una relación traumática Estado – pueblos indígenas se disolvieran o disminuyeran, sino por el contrario, han profundizado las disputas, principalmente alrededor de los territorios reivindicados por las comunidades indígenas.
Cuando, desde uno de los poderes del Estado, se pretende transitar un camino de armonización de intereses, que otro de los poderes, el judicial, haga caer un acuerdo en donde estuvieron involucrados un conjunto de actores estatales y no estatales, en un enorme esfuerzo por, precisamente, conciliar las diferentes perspectivas, a fin de garantizar una convivencia pacífica, no es una buena señal para las partes involucradas y para aquellos que depositaron su confianza en una medida que significaba un compromiso por parte de instancias estatales.
Asimismo, tampoco es posible pasar por alto que ese acuerdo no llegó a cumplirse. Otro aspecto destacable, y que también pone en evidencia la deficiencia de aquellos “acuerdos aparentes”, es la falta de acciones concretas que hubieran llevado a un estado de situación muy diferente al presente. Resumiendo: un acuerdo conciliatorio que es anulado por la última instancia de justicia penal, un acuerdo que hasta el momento de su anulación no obtuvo resultados, y una gestión de gobierno hostil –ya sea la pasada, que persiguió a la comunidad y que finalmente llega a un acuerdo que tampoco cumple; y la gestión actual, cuyas líneas de acción son contrarias al reconocimiento de los derechos indígenas- que no genera las condiciones para mejorar la inclusión de los pueblos indígenas en un Estado que sigue siendo profundamente excluyente.
Las políticas estatales -de cara a los pueblos indígenas- siguen siendo deficitarias, y por momentos altamente cuestionables. Cuando parece que se sobrepone a su estigma histórico, y lleva adelante un diálogo intercultural tendiente a restañar los daños producto de sus acciones, o el acuerdo se incumple, o es cancelado por otro de los poderes del Estado. Los resultados son siempre los mismos para las comunidades indígenas: promesas incumplidas, discriminación, persecuciones y criminalización.
Hasta que el Estado no redefina su relación con los pueblos indígenas, hasta que no cumpla con las obligaciones contraídas a nivel nacional e internacional, hasta que no los considere genuinamente como sujetos políticos, es prácticamente imposible respetar sus derechos. Una instancia judicial anulando un acuerdo conciliatorio es un ejemplo de cómo los puentes entre el Estado y las comunidades indígenas están fracturados. Ojalá, en algún momento, estos puentes vuelvan a construirse.
Foto: Nicolás Palacios
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