Persecución y disciplinamiento de los defensores de derechos humanos
Escribe Silvina Ramírez
No sorprende la persecución a defensores de derechos humanos. En los últimos años, es un fenómeno que se ha extendido en toda América Latina, persecución que ha tomado diferentes formas, pero que tiene como objetivo amenazar (muchas veces la amenaza se concreta), amedrentar a los defensores, presionarlos para que desistan de su tarea, transmitiendo un mensaje que pretende debilitar la defensa de los derechos humanos, principalmente de sectores vulnerabilizados que requieren de una asistencia aún mayor, y que no podrían hacer frente a su situación sin un acompañamiento, sin asistencia técnica.
En el caso de los pueblos indígenas, presenciamos en las últimas décadas una realidad que va cercenando cada vez más el goce de sus derechos. Al desconocimiento y rechazo de éstos por parte de los funcionarios del Estado, al avance de “los privados” en sus territorios (de la mano de la explotación minera, hidrocarburífera, negocios inmobiliarios, etc.), se le suma una reducida planta de abogados/as particulares que ejercen su defensa, y una defensa pública –cuya obligación es asistirlos y asesorarlos- que en muchas ocasiones se ve hostigada y atacada por sólo desempeñar su trabajo, tal como lo dispone la Constitución Nacional, las constituciones provinciales y Tratados internacionales.
Es el caso del defensor público de Río Negro, Marcos Ciciarello, denunciado en un caso de defensa de una comunidad mapuche –la comunidad Buenuleo-; el conflicto territorial tiene múltiples dimensiones, que incluye hasta el reconocimiento territorial por parte del Estado en la precedente gestión del gobierno. Sin embargo, miembros de la comunidad fueron procesados y condenados por usurpación. Quien se arroga la propiedad de las tierras, Emilio Friedrich, denunció al defensor -quien continúa acompañando a la comunidad en las diferentes instancias del proceso judicial- por “mal desempeño, extralimitación en funciones y violación de normativa legal”, solicitando, asimismo, la petición de juicio político ante el Consejo de la Magistratura de Río Negro. Friedrich, en declaraciones a la prensa, expresó que “se sintió atacado”, como si el trabajo del defensor fuera un “avasallamiento personal”, mostrando una susceptibilidad sospechosa, en torno a un litigio en el que ni siquiera intentó algún acercamiento con la comunidad Buenuleo.
Estos hechos no deben ser pasados por alto; son graves por varios motivos. En primer lugar, en un Estado de derecho, el rol del defensor es central para garantizar que los derechos están protegidos, coadyuvando de esa manera con el fortalecimiento de la democracia. En segundo lugar, los defensores de derechos humanos –entre ellos, los defensores públicos- cuentan con un deber especial de protección, precisamente porque son actores claves para asegurar que, en cualquier proceso judicial, y fundamentalmente en un proceso penal como este caso, las comunidades indígenas pueden defenderse adecuadamente, respetando toda la normativa que se encuentra vigente. En tercer lugar, porque atacando su desempeño se debilita su función en el proceso penal, dejando a sus defendidos mucho más expuestos, y abriendo la puerta a arbitrariedades que lejos están de la premisa “hacer justicia”.
Poner en tela de juicio el rol de un defensor en un proceso, es amenazar toda la arquitectura construida alrededor del juicio penal, precisamente porque la gravedad de lo que se encuentra en juego debe estar revestido de las máximas garantías para las partes. El ataque a un defensor público es un ataque solapado a las instituciones democráticas, toda vez que socava la posibilidad de que aquellos sometidos a un proceso judicial tengan la mejor defensa posible, y que los defensores, comprometidos con su trabajo, puedan desempeñarse sin coacción, libremente, sin sufrir embestidas -como el caso que aquí se describe- lo que podría afectar gravemente el rol que le toca desempeñar.
Llama la atención en este caso en particular el modo en que se agravia Friedrich, cuando los miembros de la comunidad padecieron –y siguen haciéndolo- hostigamientos, amenazas no sólo verbales sino agresiones físicas, fueron estigmatizados y sentados en el banquillo de los acusados frente a prominentes referentes de la política local asistiendo al juicio, sin que ello se considerara en su momento como una presión a los funcionarios judiciales, o un llamado de atención enviando señales inequívocas de cuáles intereses debían ser protegidos.
El proceso penal, y el rol asignado a defensores, fiscales y jueces, tienen reglas muy claras, en la medida en que debe existir una contienda que permita garantizar todos los derechos. Tanto la acusación como la defensa deben estar rodeadas de condiciones mínimas que aseguren el buen desarrollo de su tarea. No es el caso del defensor Ciciarello, quien debe enfrentar hostigamientos que, finalmente, podrían llegar a debilitar su trabajo.
Si se vuelve cada vez más “natural” que los jueces se enrolen con las “perspectivas” del poder político, si los fiscales contribuyen a perseguir y criminalizar a las comunidades indígenas, y si los defensores ven obstaculizado su función, asistimos a una deriva inevitable en un Estado autoritario, que no encuentra en la justicia los límites y contrapesos necesarios para fortalecerse en su faceta democrática y republicana.
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