Las muertes evitables como recordatorio de las luchas por los territorios

Escribe Silvina Ramírez

En noviembre recordamos dos hechos trágicos que marcan recientemente la lucha por el territorio de las comunidades indígenas. Son el asesinato de Rafael Nahuel por fuerzas de seguridad nacional en la Lof Lafken Winkul Mapu; y el asesinato de Elías Garay en la Lof Quemquemtrew de Cuesta del Ternero por parte de sicarios de un empresario forestal, ambas comunidades indígenas asentadas en la provincia de Río Negro. Los albatros miembros de la fuerza de seguridad fueron condenados sólo por exceso en la legítima defensa, dejando plasmado el relato de “un enfrentamiento”, omitiendo que Rafael fue asesinado por la espalda. La trama entre el poder político y el poder judicial vuelve a reeditarse.

Estas muertes evitables, como tantas otras en comunidades indígenas de otros pueblos en otras provincias argentinas, forman parte de un recordatorio de lo que está en juego en la lucha por el territorio. Son tantos los intereses que se tejen alrededor de las reivindicaciones/recuperaciones territoriales, que no se duda en reprimir, y hasta en matar, para evitar intromisiones en bienes valiosos para aquellos que están ávidos por concretar negocios inmobiliarios o turísticos, avanzar con la explotación de bienes comunes naturales, o consolidar la propiedad individual como el eje del ordenamiento jurídico argentino.

El modelo estatal que se define cada vez con mayor fuerza, de modo transparente, blanco sobre negro, está basado en un modelo de desarrollo y en una comprensión de lo que es el progreso, que es profundamente contradictorio con los Pueblos Indígenas y sus derechos. Pero no porque “lo indígena” sea atrasado o nos remita a la barbarie, sino porque se decide y se acciona sobre la base de que las tierras están vacías, despobladas; que las comunidades indígenas no existen –y tampoco preexisten al Estado, a contrapelo de lo que dispone el inciso constitucional-  y que no sólo no es necesario formular políticas específicas para respetar sus derechos, sino que se formulan otras políticas que atentan contra esos derechos, porque lo valioso está en otro lugar, en ese supuesto progreso que devasta y despoja.

Las muertes dolorosas son una muestra de hasta dónde están dispuestos a llegar, tanto desde el Estado como desde los sectores particulares, para evitar el ejercicio de los derechos territoriales. A la violencia institucional y privada, se le suma la impunidad y la dificultad de encontrar justicia. Es coherente con las respuestas estatales que niegan y desconocen.

No obstante, las luchas por el territorio no se detienen. Realidades como las de Neuquén, en donde las comunidades indígenas enfrentan al gobierno y a las empresas para detener la contaminación y los desastres ambientales y defender el agua, revelan las profundas contradicciones con la matriz imperante, y también permiten vislumbrar posibilidades reales de transformación.

Sin pecar de un optimismo inoportuno, a la resistencia se le debe sumar iniciativa, movilización, demandas y reclamos. Eso está sucediendo en distintos lugares, asumiendo diferentes formas, y peleando para alcanzar un mismo horizonte. Las muertes de Rafael y Elías, y tantas otras, deben resignificarse es un escenario hostil para gozar de los derechos, pero también en uno que no desiste, que no abandona y se resigna. Por el contrario, a pesar de los costos –y por esos mismos costos, nada menos que la vida- insisten en reivindicar y recuperar el territorio usurpado por los empresarios con la complicidad del Estado.         

📷 Roxana Sposaro



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