¿Quién defiende a las comunidades indígenas?

Escribe: Silvina Ramírez

En un Estado de derecho, y de acuerdo al principio republicano, el Poder Judicial debe velar por la protección de los derechos. Cuando los conflictos no pueden ser gestionados o canalizados por otros resortes, su judicialización incluye la necesaria presencia de abogados/as que puedan acompañar, orientar, asesorar y litigar frente a los tribunales para remediar los derechos vulnerados. En el caso de las comunidades indígenas, es cada vez más frecuente que, frente a la ausencia de políticas estatales que resguarden sus derechos, los conflictos se lleven a sede judicial para buscar una reparación. 

Parece ser inevitable que los derechos, en última instancia, deban ser protegidos por una dimensión del Estado que tiene entre sus objetivos fundacionales proteger a los más débiles. Las comunidades indígenas requieren de asistencia jurídica, como una forma más de impulsar la lucha por sus derechos. El campo jurídico, así, se vuelve un escenario en donde dirimir disputas, algunas de larga data, que requieren de abogados/as para garantizar la defensa de las comunidades indígenas. 

Así las cosas, las defensorías públicas se vuelven instituciones centrales en la defensa de las comunidades indígenas. Dado que no existe la cantidad de abogados/as que se requieren en relación a los conflictos que se suscitan, principalmente conflictos territoriales, y que las comunidades carecen de los recursos necesarios para afrontar una defensa privada, la defensa pública se presenta como un lugar de privilegio adonde se acude en busca de ayuda.    

Por ello, es central que exista una política construida desde las defensas, focalizada en las comunidades indígenas. Si se parte de la premisa de que las defensas públicas deberían destinar sus recursos, siempre limitados, priorizando a los colectivos vulnerabilizados, las comunidades indígenas deberían verse beneficiadas, y no deberían padecer las dificultades de encontrar alguien que pueda representarlos, que los asesore jurídicamente, que pueda ofrecerles respuestas cuando sus derechos no son respetados, colocándolos en una situación de total indefensión. 

De lo que se trata es de la obligación del Estado de brindar respuestas de la mejor calidad posible a las comunidades indígenas. De que sus líneas de acción deben estar orientadas a gestionar una conflictividad cada vez más creciente que involucra actores muy dispares. La defensa pública no puede declinar esta función, porque se convierte en el último lugar a recurrir –debería ser el primero- cuando no se encuentra otro abogado que se ocupe de un caso. 

Hoy, las comunidades indígenas se ven sometidas, cada vez más frecuentemente, a desalojos, a causas por usurpación, a conflictos con particulares y hasta con el mismo Estado –en su dimensión nacional, provincial o municipal- que demanda con urgencia ayuda y acompañamiento jurídico. Si la defensa pública declina el ejercicio de su rol, las comunidades indígenas ven obstaculizado –más allá de otros derechos- su derecho al acceso a la justicia. 

Actualmente, las comunidades indígenas son defendidas por un puñado de abogados/as que, muchas veces ad honorem, realizan su tarea esforzadamente. También lo son por los defensores públicos, pero aleatoriamente. No siempre la defensa pública entiende en sus casos, los criterios son azarosos y heterogéneos, y no existe una política clara de acceso a la justicia que los jerarquice, dado su especial situación, frente a otros conflictos que podrían encontrar diferentes formas de resolución.

Finalmente, sería relevante y central para las comunidades y Pueblos Indígenas que las defensas públicas se fortalezcan, que reconduzcan sus políticas, y que tomen sus casos, en el entendido que llevar adelante su defensa forma parte medular de su función. Con defensas públicas robustas, las comunidades indígenas tienen más posibilidades de que sus derechos se garanticen genuinamente. 

📷 Roxana Sposaro



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